Ese
mirlo que canta y acompaña
mis
pasos cuando regreso a casa
es
el mismo al que un día amé,
y
me parecía que en aquellos días
sólo
podía entonar celestes notas.
Nunca
nos dejó atisbarlo entre las
ramas
de los olmos centenarios,
acaso
su fosco plumaje desdibujara
la
perfección de su canto...
A
menudo, avanzada la noche
me
trae entretejidos plañideros
trinos
de pena y certidumbre,
incluso
parece que le costara
arrancar
el llanto, o que su cuerpo
hubiera
perdido toda brevedad...
Pero
una vez engrandecido
su
pulmón minúsculo,
su
mulso canto
va
cobrando nuevos pulsos
a
medida que recorre
el
silencio emboscado de
de
la calle aún inviolada...
y,
aunque se apodera de mí
cierta
tristeza lejana,
me
apacigua sentir su presencia allí,
en
las copas más altas de los plátanos…
y
me otorga nuevas ansias
de
reconciliarme de nuevo
con
la luz y la mañana.
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